sábado, agosto 29, 2009

Lo siento vecino.


Vecino, ya no hay un perro que vaya ladrarte cada que subes las escaleras hasta tu puerta.
Te escuho, brevemente y por debajo de Tania Libertad, subir con tu calzado seco; abrir después la verja que proteje tu departamento. Rechina y eso hubiera bastado a mi perro pa´ladrarte con su furia de raza pequeña y blanca por razones que sólo él conoció; no nos culpes de sus preferencias, se me ocurre decirte que a él no le agradaban los homosexuales.
Lo siento vecino, no soy yo; es el perro.
Hasta fui un sábado, hace pocas semanas, a la marcha gay; en tu representación quizá, ya que no te vi alegre bailando sobre un carro alegórcio, o gritando semidesnudo bajo la gran lluvia, como una loca; o exhibiendo lo que no te merezes y te cuelga entre las piernas; vistiendo el falo con figuritas rosas o purpúreas; tu foco de infección.
Lo siento vecino, no soy yo; es el perro.
Hasta mi mejor amigo es como tú. Algún día habrán de tocarse en un cuarto oscuro o en el último andén del metropolitano a horas inmorales. No creo vecino, ni te hagas a la idea. No eres su tipo.
Lo siento vecino, no soy yo, es el perro.
Ya puedes subir tranquilo, respirando humedad de septiembre en vez de orín de Maltés. Ya puedes sentarte a platicar con tu novio sobre Gloria Trevi sin escuchar al canino ladrar enfadado por razones que sólo él conoció.
No eres el primero.
Teniamos un perro cuando vivíamos en una vecindad, en frente de las vías. Era hembra y homofóbica. Por esas fechas nuestro vecino era un travesti; vulgar, estilista. Mi cachorra lo odiaba. Le tocaba subir, a la Choca, por unas escaleras de fierro hasta su puerta, a la que siempre le faltaba una ventana; es admirable el olfato de los perros, ella te ladraba desde antes que salieras del metro.
Lo siento vecina, no era yo, era la perra.
Hasta mi mamá te hablaba con cariño y te pedía que cepillaras mi cabello incorregible.
Vecino, el perro se ha ido. Me conviene decir lejos , por razones poéticas y, hasta es cierto. Cuéntale a tu madre, cuéntale a tu novio, cuéntale a tu hermano. Les darás una gran noticia. Tal vez ya podamos ser amigos y saludarnos 500 veces al mes sin utilidad cuando nos cruzemos. No creo.
Lo siento vecino, no era el perro, era yo.


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jueves, agosto 20, 2009

Justificaciones...

Da gusto que afuera llueva. Un gorgoteo comienza despacio, precedido por las nubes solemnes. Veánlas, en verdad son graves y tienen caracter al presentarse en la ventana. Anuncian truenos, chapoteos, fríos, ventarrones pero no pierden serenidad. No dejan de tratar el tema del clima sobre la tierra con respeto. Qué va. Me estoy poniendo corriente, hablando de la lluvia como los seudopoetas que se dedican sólo a rimar.
Los cementos con que está construída la ciudad se humedecen, las ventanas se llenan de puntos transparentes que escurren. Revientan en el cristal y dan ganas de escuchar una música inteligente que acompañe el observar las gotas. Ni hablemos del ruido constante, ese repiquetear seco en el alféizar; lo que resbala por las paredes y trae un olor a humedad de pradera.
No hayo una justificación para deslizarme del deber y escribir tiernas anécdotas ahora que la lluvia ha parado. Iba a describir su sonido reatificante, su sensación en la piel requemeda, su ceguera en las pestañas y su sorpresa cuando uno sale del transporte público y mira los prados adyacentes absorviendo el regalo. Pero en fin, ha parado. Dejando el sonido de las ambulancias cruzando mi avenida mojada. Basta abrir la ventana y respirar.
Toco tu boca el tiempo suficiente para recrear los ritos de Cortázar con un dedo toco el borde de tu boca sin obedecer realmente un impulso que me imponga acariciarla; basta redondearla tres minutos, cuento un tiempo subjetivo que avanza más rápido que los segundos, como el tic tac de mi reloj cuadrado que acompasa las noches en que trato de dormir odiándote. Se sienten más finos, tus labios, y más delgados desde el contacto con mi yema. ¿Cambiará el grosor con la saliva y los ojos cerrados? Decido terminar el falso preludio, el plagio ontológico de una de mis narraciones preferidas; entonces acerco, más bien resignada, mi boca en breve contacto con la mencionada; Te estaba esperando, me dices sin hablarlo. La lucha se recrea.

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viernes, agosto 14, 2009

Nostalgia


Ya no son horas para que yo esté fuera de casa. Tirandote juicios satíricos. No nos ponemos bien en acuerdo, si eres tú el que amaneció con un humor vulnerable o si, en el segundo caso, somos yo y mis ojeras acumuladas desde el lunes, las que vienen con el inicio de semana a paso de ánimo imposible. Ya no es julio, ni es verano hace cuatro años. Ya no es el agosto tóxico de hace once meses. Fechas en las que mi única ocupación diaria era andar por la calle o la escuela, chupando cannabis de una pluma. Qué días. A penas una de mi comodín de imágines viene de lejos a recordarme lo osado, yo, no evito ni lo intento, sonreir anchamente. Decir luego, con el tono propio de incongruente orgullo: Qué días. Dime si es que no lo tenía todo. Sustento. Alimento. Agua caliente en las mañanas, agua fría en las tardes, agua tibia en las noches antes de dormir en mi opiacea rítmica. Música. Un manantial de música universal, música ubicuidad, música onmipresente. Mi puente colgante, del que no hacia falta sostenerse de las amarras laterales, en el que no había riesgo de romperte la columna en el acantilado; justo eso era la única guía, un puente colgante que daba círculos sobre sí, como la tierra. Rotación. Qué oportuno concepto. Justo eso era lo que daba mi cabeza, una rotación inservible e infinita, sin órbita.
Pero ya no es inicio de clases hace cuatro, hace tres, dos, un año... aunque en el viento se mueva con pedante vaivén la consecuencia blanca de los árboles; ya no es la primera semana de las clases de bachillerato, aunque mi piel se enrojesca y se hinche por única causa de este sol culpable e inocente. Comezón. En mis piernas, en el pecho, en la espalda. Un ataque de remordimiento, de inquietud por aliviar la urgencia de enterrar mi juego de uñas sobre la sensible piel. Derma que se gasta y se regenera. Derma que envejece y no parece querer sustituirse. Nunca digo esto pero hoy, quisiera fuera clara. Me pesa ser mestiza en verano. Cuando la piel se contamina de los rayos infectos del Sol.
Ya no son horas para que yo esté fuera de casa. Sin rumbo, sin fija necesidad de encontrar coherencia entre lo que me inquieta y lo que me vuela. Recordando. La nostalgia es un síntoma de la enfermedad del pasado.
- Estás muy agresiva - me señalas, como para sacarme del transe del que no eres parte.
- Será... - te contesto, sin motivación de que la respuesta lleve a otra pregunta. Conversación. Lo menos necesario en mi prontuario de fama y saber. - Es la ventaja - continuo sin mirar - de tener que pensar bajo condiciones exactas.
- Tengo sueño, voy a dormir - te despídes, te vas.
Antes me escuchas decirte: Es la ventaja de no tener que pensar.

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lunes, agosto 03, 2009

Semana de bienvenida


Me coloco los audífonos en las orejas, una melodía de Yann Tiersen sobre el piano estimula los sensores de melancolía y depresión otoñal en este cuerpo. Se me vienen a la mente unas coplas de Joaquín Sabina, su cigarrillo maloliente en la boca que emite punzadas de dolor con ayuda de una garganta y unos dientes ya no de calcio, ya no de su naturaleza química: de vodka y whisky sin soda, de cigarrillos, de cocaína. Otra vez ese inconsciente sentimiento de pérdida, de nostalgia prefabricada; un deber mortal para con los vicios, un llamado desde su música y desde un tipo muy especial de literatura a las cantinas. Viejas cantinas, veraniegos bares, clandestinas azoteas que me sostuvieron al caer, que absorbieron el orín, espacios públicos y privados que no volverán a tener privilegio de ver cómo aumenta mi probabilidad de muerte por causa del alcohol.
Lástima, me digo cada que alguien pregunta por mi nueva carrera. Lástima de historias que ya no contaré, lástima de las heridas que ya no tendré en la pierna que me sobrevivió, lástima de los problemas con la familia y quizá con la ley que ya no lamentaré fumando un cigarro de sativa en el césped de la universidad. Lástima.
¿Qué si estoy lista? Estoy. Recorriendo media ciudad en metropolitano, aventando crudamente a las ancianas cuando entro o salgo del vagón; ignorando con ejemplar egoísmo a los indigentes que se acercan a pedirme monedas, diciendo que no tengo, mientras cuento sardónicamente los billetes en su geta; leyendo a Cortázar con pausas en cada transborde, aferrándome a la poca sensibilidad, intentando con la literatura y el piano hacerle más grande y no alejarla demasiado.
Vaya bienvenida que me han dado. Tres horas de examen, del cual 70 % he olvidado o nunca aprendí; un jeringazo en cada brazo para prevenir enfermedad; inspecciones bucales que detesto; examen de la vista, nuevamente examen de la vista que me dice lo ciega que paulatinamente me vuelvo, una recomendación para evitar adicciones y sexo sin condón. Pienso en el Chojin. Escondo mi cabeza en la boina, dos chicharos de color rosa se insertan en los oídos, transmitiendo por segundo uno de sus temas. Para evitar la tensión, para soportar la espera, para ignorar al ñoño de mi izquierda que tiene cara de querer hacer amigos, para atraer reprendas de la autoridad, para que me exijan atención, para quedarme lo mismo sorda que ciega, para escapar.
Las jeringas me traen a la mente no la salud, sino los recuerdos de Mark Renton, antihéroe de Edimburgo, protagonista de un film motivador, en el momento justo, después de su reactivación en el mundo de la heroína y el sida, en que dice: Soy negativo, es oficial.

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