domingo, octubre 04, 2009

A comienzos de octubre (I)

Sucedió hace un año justamente, pocos recuerdos tienen la exactitud de caer en el hueco de su fecha sin aproximaciones ni descuentos de algunos días; hace un año, tal cual, más certidumbre al recordar no se necesita. Faltará sólo un detalle antes de tirarme, hoy domingo cuatro de octubre, en pie de mi ventana a volcar  minuto a minuto lo posible del recuerdo mientras se fuma aire con café, y es que el calendario progresa por un día o dos cada año, recorriéndoles a éstos su índice original.
Hace un año menos un día; hace un año en el primer sábado de octubre:  el país más raro.
Naturalmente ese día debí despertar (a las 11 de la mañana, minutos más minutos menos, quién los necesita en mi bitácora) sobre el mismo colchón en el que me revuelco cada noche.
Es un movimiento universal esa chica, repitiendo el patrón sin rebeldía, abre los tristes ojos, por decir un adjetivo, se incorpora sin pereza de la cama para recibir la bienvenida de su sábado cuatro de octubre al que tanto deseó llegar, el día en que los robos a la caja chica de la familia se disfutarían. Otra posición predecible, tomar la silla blanca de respaldo y mirar, delante de ella, la pila de libros y ropa en el restirador. Ropa ya casi toda negra. Libros ya casi todos nuevos, ojeados con incontinuo interés desde septiembre. El stencil de Mafalda en la pared blanca, la cortina de hace siete años atrapando el polvo de la avenida; ese hedor y esos platos en pila, esos cuadernos y esa mochila que sólo fastidian con el piquete del deber escolar. Ese hitter. Ese recuadro de la pseudo virgen María, souvenir ingrato de la primaria que no respetó su ateísmo inhato, estoy pensando en quitarlo; esa guitarra vieja, esa guitarra nueva, esa guitarra electrica, como la cortina, recolectando el polvo; ese par de botas rosas con casquillo, regalo de cumpleaños. Ese hitter. Esos vestidos largos con ausente color; ese Cortázar y ese Rosseau a la mitad; esa taza anaranjada con sorbos cortos de café al tiempo; ese ipod rosa que transmite Las edades de Lulú, regalo de otro cumpleaños; ese Divino Marqués en editorial de 15 pesos. Ese encendedor. Ese encendedor y ese hitter. Esa familia sobreprotectora que acaba de partir con su horda de amor inagotable; ese ruido de esa puerta al cerrar; ese silencio, ese maldito silencio incitador de grandes reflexiones o  de grandes vicios. Esa hierba. Ese encendedor. Ese hitter. Esa hierba, ese encendedor y ese hitter en la boca de la chica haciendo juego, combinando con el sábado en ayunas; haciendo humo, reemplazando el hedor de comida y sábanas revueltas. Esa ventana debe abrirse.

Fumé pues toda la mañana y parte de la tarde principlar, desde el despertar hasta el chapuzón de agua tibia en la regadera. Tres chupetes a la pipa portáitl de madera, grandes chupetes que ahogan y paralizan la función de la garganta, profundos sorbetes de hierba quemada a los pulmones, a las neuronas, al corazón , al riñón, al colon, a la vejiga, a la yema de los dedos que sienten cómo su sensibilidad sobre el tablero se potencializa. La tos profusa y la lengua seca. Sin moverse de la silla, sin recorrer la ventana y la cortina como fue su pensamiento, con un último esfuerzo antes de entrar al divino letargo mueve en un eterno lapso de tres segundos las manos sobre el aire hasta colgar los audífonos en la cabeza.
Era octubre y en los treinta y un días que tiene agosto más una quincena de septiembre  se habían iniciado las mañanas en la silla. El mismo rito, similar cadena de pensamientos, desde las seis, hora en que uno toma el colectivo, hasta las veintitrés, hora en que uno prepara café para dormir a las veintitrés con trece, con los remordimientos en el hoyo negro de la cama, los que esperan el momento de ser sobria a subir por los pies del mueble.
Ni para bien ni para mal recuerdo de quién conseguí tanta cantidad ni de cuál manera,  el montoncito de yerba seca era inagotable, o su escasez me parecía lejana. Fumar aire, como es mi domingo, no es la misma cosa. Fumar aire es respirar de la ventana la humedad de una tarde cercana a los inviernos. Beber café siempre va a ser beber café, sin grandes consecuencias más allá de tres horas infértiles de insomnio. Mirar mi avenida impopular sin tráfico es sólo mirar. Pero fumar del montoncito es más que hacernos daño, es más que viajar, es más que dejar ir el tiempo.

Entra en vibración el célular de la chica, una autoridad tecnócrata le motiva a llevar su desnudo culo a la regadera. La música se aleja para vivir fuera de su cabeza; el silencio del cuarto, alimentado por el silencio mayor de la sala, permanece con el sonido de la puerta aún fresco. Camina hasta el frigorífico por platos de grasosa comida, la carne cruda se burla de su incompetencia por llevarla hasta el T FAL. Demasiado riesgo. Sobre el sillón se acuesta veinte minutos a comer la chatarra de Marinela, tarareando unas melodias. El efecto se difumina con el ruido de los vecinos y los motores, habrá que bañarse de una vez, se hace tarde.


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