Vicir contigo (3)
Puedo comenzar diciendo que son mi materia principal: recuerdos, anécdotas, experiencias, vivencias, pasajes, memorias... un largo etcétera de sinónimos que nombran una sola cosa, una sola acción mental, una regresión. Todas, las diversas formas filológicas de nominar al recuerdo: útiles adornos literarios. Cada palabra para cada nuevo estado de ánimo o estado de creación.
Pero el recuerdo, esa actividad sedentaria y dolorosa, aún más importante que el Amor (sí, el amor; el padre del universo, el camaleón, el imitador, el defraudador por antonomasia) qué es.
Un producto según su calidad gramatical, una manufactura; el algo interno de inestimable valor, de incalculable devaluación que pertenece a una doble naturaleza inherente de pasado y recreación. Tuvo que ser vivencia primero que se almacena, según su preferencia, en los primeros o últimos peldaños de la memoria; hay nepotismo ejercido contra uno mismo al recordar. No se califica un evento por la moraleja que dejó sino por la sensación placentera con la cual nos contaminó tres minutos o tres días. La elección de un suceso como trascendente no se determina por la utilidad, más bien por el bienestar momentaneo que ejerció sicomática y mágicamente; evento cual se repite en el instante débil de los hombres que, no pudiendo reemplezar o superar los viejos estados orgiásticos, se ven necesarios a repetir la anécdota incontables veces. Se da un proceso doble de creación en la que el pasado es renovado o deformado hasta conseguir el símil de exitación interna, nunca pudiendo igualar la sensación mas, quién la recuerda en esencia si al rememorar se practica el reemplazo a conveniencia del usuario.
El placer, nos repetíamos, tirados, sobre el sillón, verano fuera, cerveza en mano. El placer, me complacia involucrarlo cada que tu conversación se conducía sin querer hacia su doctrina y, yo, insuficientemente acostumbrada a definir otro concepto, te decía, por mero gusto gramatical, el placer.
La gorda curva de mis ambos ojos empezaba a ser hilera teñida con cautela de una toanalidad bermeja. Cierto que el sueño ya operaba mis juicios recurrentemente insípidos y decadentes; cierto que tu vientre y buena parte de tu esófago producían tonos casi igual de incongruentes que mis mal intencionadas frases; cierto que los ruidos que venían de tus entrañas inspiraban más curiosidad que todo el conjunto de teorías y hazañas que relatabas con elocuencia tuya; cierto que ambos, tus procesos orgánicos y mis relatos, coincidían en repetirse a pequeños intervalos; cierto, últimamente, que el placer es mejor escuela que el amor. No has aprendido nada de mi cine, el placer lo es todo, debí decirte tal aforismo-cliché cerca de cinco veces , tú asentías por convencimiento pasajero, para no desentonar con la cerveza, la música, el verano, la avenida y esa mejilla mía devota a tu falso ombligo.
Pareces feto, concluías.
Pero el recuerdo, esa actividad sedentaria y dolorosa, aún más importante que el Amor (sí, el amor; el padre del universo, el camaleón, el imitador, el defraudador por antonomasia) qué es.
Un producto según su calidad gramatical, una manufactura; el algo interno de inestimable valor, de incalculable devaluación que pertenece a una doble naturaleza inherente de pasado y recreación. Tuvo que ser vivencia primero que se almacena, según su preferencia, en los primeros o últimos peldaños de la memoria; hay nepotismo ejercido contra uno mismo al recordar. No se califica un evento por la moraleja que dejó sino por la sensación placentera con la cual nos contaminó tres minutos o tres días. La elección de un suceso como trascendente no se determina por la utilidad, más bien por el bienestar momentaneo que ejerció sicomática y mágicamente; evento cual se repite en el instante débil de los hombres que, no pudiendo reemplezar o superar los viejos estados orgiásticos, se ven necesarios a repetir la anécdota incontables veces. Se da un proceso doble de creación en la que el pasado es renovado o deformado hasta conseguir el símil de exitación interna, nunca pudiendo igualar la sensación mas, quién la recuerda en esencia si al rememorar se practica el reemplazo a conveniencia del usuario.
El placer, nos repetíamos, tirados, sobre el sillón, verano fuera, cerveza en mano. El placer, me complacia involucrarlo cada que tu conversación se conducía sin querer hacia su doctrina y, yo, insuficientemente acostumbrada a definir otro concepto, te decía, por mero gusto gramatical, el placer.
La gorda curva de mis ambos ojos empezaba a ser hilera teñida con cautela de una toanalidad bermeja. Cierto que el sueño ya operaba mis juicios recurrentemente insípidos y decadentes; cierto que tu vientre y buena parte de tu esófago producían tonos casi igual de incongruentes que mis mal intencionadas frases; cierto que los ruidos que venían de tus entrañas inspiraban más curiosidad que todo el conjunto de teorías y hazañas que relatabas con elocuencia tuya; cierto que ambos, tus procesos orgánicos y mis relatos, coincidían en repetirse a pequeños intervalos; cierto, últimamente, que el placer es mejor escuela que el amor. No has aprendido nada de mi cine, el placer lo es todo, debí decirte tal aforismo-cliché cerca de cinco veces , tú asentías por convencimiento pasajero, para no desentonar con la cerveza, la música, el verano, la avenida y esa mejilla mía devota a tu falso ombligo.
Pareces feto, concluías.
Etiquetas: Etopeyas, vivir contigo